LA FRASE

"DE MI ASCENSO A SECRETARIO DE ESTADO SOLO DIRÉ QUE SI UNO ES BUENO EN LO SUYO, EL RECONOCIMIENTO SIEMPRE LLEGA." (MANUEL ADORNI)

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LO PASAJERO Y LO PERMANENTE


Por Raúl Degrossi

En los análisis que circulan sobre los últimos cacerolazos hay consenso alrededor de que las protestas no sólo están dirigidas contra el gobierno, sino también a la oposición; como también hay acuerdo en que expresan a un sector que se siente huérfano de representación política.

Incluso desde los propios protagonistas de los cacerolazos (y de algunos comunicadores que los editorializan, como Lanata) se reivindica justamente esa característica (la falta de identificación partidaria definida) como la mayor riqueza de la movida, y algo que deben preservar celosamente a futuro.

Claro que eso es bastante ingenuo en términos de proyección de los cacerolazos más allá de una catarsis colectiva contra un determinado estado de cosas, porque sin cuajar en alguna forma de representación política (elegida entre las existentes, o creada ex novo por los propios caceroleros), los reclamos están condenados a disolverse en la intrascendencia; sin poder influir hacia el sistema político.

Sin embargo, ese reclamo de independencia política de la protesta respecto a los propios partidos opositores es consistente con el haz de reclamos más planteados en los cacerolazos (dejando la lado los agravios a la investidura presidencial y la persona de Cristina, y las explícitas consignas destituyentes), que tienen que ver con las libertades individuales supuestamente agredidas por el Estado; entre las que incluyen en un plano preponderante (aunque no siempre explícito) las restricciones para comprar dólares; y también con la propia entidad política que se autoatribuyen: "somos el 46 %", rezaban algunos carteles.

Una consigna que pone el énfasis en los votantes que no eligieron a Cristina (y que de paso da por tierra con la teoría de que hay "arrepentidos" entre los caceroleros, sector que al parecer no tuvo mayormente representación gráfica), con el afán de expresar en números tendencias políticas casi equivalentes (comparando ese número con el 54 % de votos oficialistas); pero que oculta que sus votos se repartieron en octubre pasado entre seis opciones opositoras (sin contar los votos en blanco), ninguna de las cuáles llegó siquiera a captar un 20 % de las adhesiones, y con tantas diferencias entre sí en algunos casos, como las que pueden existir entre Rodríguez Saá y Carrió, o Duhalde y Altamira.

Hay allí una operación de tránsito entre la apelación a la (inviable) unidad opositora contra el kirchnerismo -idea que presidió las elecciones legislativas del 2009- y la reivindicación de la autonomía política de la protesta cacerolera frente a la decepción causada por el comportamiento de la oposición desde entonces, incluyendo el período en el que controló ambas Cámaras del Congreso.

Algo así como "son unos inútiles que no supieron ni siquiera hacer nada cuando eran más, ni juntarse cuando eran menos, ahora déjennos solos y no intenten capitalizar nuestro reclamo"; un pensamiento que ciertamente no hace sino afirmar las intenciones destituyentes (en desmedro de otras que puedan parecer más legítimas o atendibles) hacia el interior del propio colectivo cacelorero, o para ser más preciso: hacia la sumatoria de voluntades individuales que se expresan en los cacerolazos.

Cuando se reniega explícitamente de la construcción de una alternativa política, o del encuadramiento en las existentes, y se descalifica a priori no sólo el resultado electoral (con los inevitables cuestionamientos a la legitimidad del gobierno a partir de las motivaciones del voto), sino la propia vía del comicio como canal para expresar cambios, el espacio que resta recorrer para desentenderse del cumplimiento de las rutinas democráticas, y plantearse como objetivo el final anticipado del gobierno de Cristina es corto, demasiado se diría; y el discurso suena muy poco consistente con la exigencia de respeto de la Constitución.

El ya prolongado ciclo de hegemonía del kirchnerismo en la política argentina está marcado -como un sello de origen- por la fugacidad de las alternativas opositoras, tanto medidas en términos de fuerzas políticas como de liderazgos alternativos a los de Néstor y Cristina: a los que están en la imagen que ilustra el post se les podrían añadir Reutemann, Duhalde, Carrió, Cobos o algún otro; surgido incluso de la propia coalición oficialista, como Scioli.

Y la lista se agranda si se incluyen los denominados "referentes sociales", que aparecieron en su hora con la posibilidad cierta de adquirir proyección política, desde Blumberg a De Angeli, pasando por Lanata y -¿por qué no?- Moyano: con la sóla excepción de éste último (encumbrado como oposición a partir de su conflicto abierto con el gobierno, y de la capacidad de daño que se le asigna), el sólo hecho de que los demás hayan podido ser visualizados como encarnaduras de la oposición al kirchnerismo, está directamente vinculado a la persistencia (con posterioridad a la crisis del 2001) de formas de construcción política consistentes con lo que ciertos sectores de la clase media entienden por la política.

Que consistiría básicamente en abjurar de la ideología (en tanto sistema de ideas que encuadra y orienta la praxis política), poniendo el acento en el "gentismo" que marca la agenda (el referente social o político es el que "se ocupa de los problemas de la gente", o dice "lo que la gente piensa"), en una relación de simplificación y ajenidad con las determinaciones puras y duras de la política real; y con las complejidades en las que ésta se desenvuelve. 

Es decir todo lo contrario del modelo de gobernabilidad construido primero por Néstor Kirchner y luego por Cristina, en el que a partir de una "idea" (lo que se dio en llamar "el modelo") no siempre bien explicitada, ni tampoco encasillada en determinadas tradiciones históricas (como que logró amalgamar banderas caras al peronismo tradicional y la reivindicación de su versión setentista, con planteos de la primavera alfonsinista y un modelo de acumulación desarrollista), enderezó la proa hacia una mayor autonomía de la politica, y el rescate del rol del Estado; sin atarse tampoco en éste último caso a dogmatismos, sino más bien operando con flexibilidad en los instrumentos, y en base a las urgencias de la coyuntura.

Las diferencias son aun más nítidas si se repasan las principales transformaciones impulsadas por el kirchnerismo, y se advierte que no estaban planteadas en términos acuciantes en la "agenda de la gente"; así fue desde la depuración de la Corte Suprema, los juicios de la verdad o la cancelación de la deuda con el FMI, hasta la estatización de los fondos manejados por las AFJP (el caso quizás más emblemático: un año antes el 90 % había optado por permanecer en la jubilación privada), la ley de medios o la expropiación de YPF, todos mostraron a un gobierno a la izquierda -si se permite el esquematismo- del promedio de la sociedad. 

La idea predominante antes del 25 de mayo del 2003 (y que está en la génesis de la crisis del 2001, junto con el fracaso de un modelo de desarrollo inviable a largo plazo) es en cambio la de una política separada del dominio de la economía, y percibida como algo sin capacidad de influir en la vida cotidiana de las personas; reducida a las puras rutinas institucionales o al cumplimiento de reglas formales de las que dependería el núcleo íntimo de la democracia, como las conferencias de prensa o las declaraciones juradas de los funcionarios: si esas reglas se cumplen, "la gente" no indagará por el sentido último de la acción política, en tanto no se meta en sus dominios, y permanezca confinada a cosas de políticos.   

Los cacerolazos expresan así a un núcleo social duro y permanente contra las ideas centrales de la política, la sociedad y el Estado que el kirchnerismo viene plasmando desde el 2003,  y que por su misma dureza terminan fagocitando una tras otra propuesta de construcción de alternativas opositoras, las que están así condenadas desde el vamos a ser efímeras; tanto como el circunstancial humor social que las puso momentáneamente en la vidriera.

La cuestión cruza entonces al eterno dilema de las fuerzas de derecha y su reconversión democrática (es el caso de Macri, quien a priori podría ser el más adecuado para canalizar electoralmente el voto cacerolo), con la volubilidad política de parte de las clases medias; que oscila permanentemente entre reclamar libertad (como en el 55') u orden (como en el 76'), o las dos cosas al mismo tiempo; junto con la interpelación por menos Estado, o un Estado distinto y funcional a sus necesidades e intereses, y -sobre todo- menos propenso a ingerir en las relaciones sociales para modificarlas en un sentido igualitario.

Por el contrario, los intentos de políticas públicas en ese sentido (como la asignación universal) son percibidos como invasivos de relaciones cristalizadas que no deben ser modificadas, o como pérdidas relativas de derechos adquiridos (el mito de "la mitad del país que  trabaja y mantiene a la otra mitad").

Ese malestar social de buena parte de la clase media con cierto estado de cosas existente desde el 2003 es lo permanente, y determina el sentido de las protestas: sus modalidades de expresión (cacerolazos, cortes de ruta o marchas con velas) y los disparadores puntuales (la inseguridad, el campo, el dólar) son lo pasajero; al igual que los circunstanciales liderazgos que ese humor social erige y desploma, con la misma y convencida pasión.

Los cacerolazos en éste contexto son algo de lo que el gobierno debe tomar nota, no tanto para atender las demandas concretas (que en algunos casos son incompatibles con su propio programa respaldado en las urnas, y en otros, con las reglas elementales de la democracia); sino para buscar el modo de encapsular el conflicto sin  que degenere en desbordes, por las pulsiones de redoblar la apuesta y "dar la pelea por la calle".

La movilización siempre es importante y no se reduce a expresarse en el espacio público -aunque a menudo se confunden ambas cosas-, que ciertamente ayuda a la afirmación de la propia identidad; pero la legitimidad del gobierno proviene de la voluntad popular y no puede admitirse que se la ponga en duda: el kirchnerismo no tiene que demostrar que es más que los caceroleros, porque ya lo hizo con creces el 23 de octubre.  

Pero a quien deberían preocupar más las protestas es en rigor es a la oposición, porque interpelan su capacidad de construcción de un liderazgo político alternativo: del mismo modo que deben escapar a la trampa de seguir la agenda corporativa y la que marcan los medios hegemónicos, los dirigentes opositores deberían tomar nota del verdadero sentido de la consigna "Devuelvan el país".

No se trata tanto de un intento de revertir el resultado electoral del año pasado por otras vías (por ejemplo forzando al gobierno a cambiar el rumbo del programa plebiscitado en el 2011), como de volver al estado de cosas anterior al 25 de mayo del 2003; y en ese país ideal (con el que sueñan muchos caceroleros) no sólo no hay lugar para el kirchnerismo, sino tampoco para la oposición; a menos que alguien (¿Macri?) desde allí se decida de una buena vez a asumir explícitamente y sin complejos las demandas más viscerales y radicalizadas de los que cacerolean.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Voy a robar algo que leí en algún lugar de la red: "que lindo es vivir en un país donde protestan los ricos"

Barullo dijo...

Para enmarcar y colgar en un cuadro. Excelente.

Anónimo dijo...

Acá en Rosario canal 5 (Telefe)
mostraba q la movilización tb era
por la inseguridad q atañe
directamente a Bonfatti y Binner,
ahora pasó al olvido esto. Y canal
3 (bah, clarín) sólo mostraba un
grupo de gente con el dedo lanatero
para arriba, ahora parece la única
consigna! Como dijo DElía:
"Si querés dispersar acercá una urna" 8P

Juanjo