LA FRASE

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lunes, 16 de diciembre de 2013

POLICÍAS: DE LA EXTORSIÓN A LA DEMOCRATIZACIÓN


Por Raúl Degrossi

Después de las protestas policiales producidas en casi todo el país en estos días, gana espacio cierto consenso generalizado respecto a que avanzar en la democratización de las fuerzas de seguridad es una de las principales asignaturas pendientes de nuestra democracia; aun cuando no exista tanto acuerdo respecto a lo que eso significa, porque se cruza en el debate la posibilidad de que sus miembros se sindicalicen; lo que dispara otro tipo de polémicas.

Digamos que cuando reclamamos la democratización de las fuerzas de seguridad estamos hablando primordialmente de garantizar su plena subordinación a las autoridades civiles electas por el pueblo, para ejecutar las políticas de seguridad pública que éstas establezcan; sin excluir en el proceso que sus integrantes puedan adoptar alguna forma de sindicalización para la defensa de sus intereses profesionales, pero sin perder al mismo tiempo de vista que el otro aspecto, es el primordial y decisivo: permitir la sindicalización policial sin haber garantizado plenamente la subordinación de las fueras al poder civil, puede ser un cóctel explosivo. 

Planteada la necesidad de avanzar en este campo, se suele subrayar que debe lograrse subordinar las agencias policiales (provinciales y federales) al poder político civil, tal como se hizo con las fuerzas armadas; sin reparar en que existen diferencias entre uno y otro caso, que dificultan el proceso.

Para las fuerzas armadas el restablecimiento de la democracia en 1983 implicó el abandono de la doctrina de seguridad nacional como principal hipótesis de conflicto al que orientaban su organización, mientras se extendía en el tiempo (en una trabajosa construcción colectiva) la idea de que ya no serían los árbitros de nuestros conflictos políticos.

Al mismo tiempo el Estado nacional (el único que tiene ingerencia constitucional sobre las FFAA) desechó en los diversos gobiernos democráticos la idea de alentar aventuras belicistas como Malvinas; mientras rediseñaba las hipótesis de conflicto externo más tradicionales, en el contexto de un proceso de integración con los países vecinos y otros de la región.

Como consecuencia de eso, al mismo tiempo que disminuía la importancia de las fuerzas armadas como factor político, decrecía el peso de los gastos militares sobre el presupuesto de un Estado acuciado por atender otras necesidades; aun cuando cada gestión democrática marcara sus propias prioridades al respecto.

Al mismo tiempo existió un consenso generalizado en el sistema político respecto a la necesidad de garantizar la plena subordinación de los militares al poder civil, aunque existieron diferencias en los métodos para conseguirlo: desde la abdicación ante sus planteos (como pasó con Alfonsín en la rebelión carapintada), hasta la seducción (el caso de Menem con los indultos), pasando por las muestras de autoridad (el mismo Menem ante el levantamiento de Seineldín, o Kirchner al descabezar las cúpulas cuando asumió).

Y salvo en las gestiones de López Murphy y Jaunarena durante los gobiernos de De La Rúa y Duhalde, hubo reticencia de los gobiernos constitucionales a aumentar la influencia política de las fuerzas armadas: el rol residual que les asigna la Ley 24059 para cumplir en ciertos casos tareas de seguridad interior es más una consecuencia del fracaso de las políticas específicas, que una relegitimación del papel político de las instituciones militares. 

Otros intentos en ese sentido (como los proyectos que periódicamente presentan fuerzas de derecha para volver al servicio militar obligatorio, como una presunta solución a los problemas de inseguridad; o la idea de la ley del derribo para combatir al narcotráfico) nunca logran consensos extendidos dentro del propio sistema político institucional. 

De lo dicho hasta acá, surgen nítidas las diferencias con la situación de las fuerzas de seguridad: respecto de ellas no ha desaparecido ni variado (ni podría hacerlo) la "hipótesis de conflicto" para la que fueron creadas, y su mando político está fraccionado entre el Estado nacional, las provincias, y hasta la propia Ciudad Autónoma de Buenos Aires; que logró la modificación de la llamada ley Cafiero, para poder crear su propia policía. 

Tampoco hay en el conjunto del sistema político mínimos consensos respecto de cuáles son las políticas de seguridad más adecuadas, y la persistencia de una creciente demanda ciudadana al respecto lo torna más permeable a los volantazos, las soluciones espasmódicas y la capacidad de extorsión de los aparatos policiales (claramente demostrada en la reciente crisis); a lo que hay que sumar otro factor conflictivo como es el creciente poder corruptor de las organizaciones criminales (el narcotráfico es el caso más notorio, pero no el único), hacia el interior de las fuerzas. 

La eterna discusión entre "mano dura" y "garantismo", además de falsa y reducccionista, termina frustrando todo intento de establecer políticas de seguridad serias y perdurables; así como el complejo de cierto progresismo por hablar siquiera de la seguridad como problema importante que demanda políticas públicas adecuadas, posibilita el avance de las ideas de derecha; porque además las visiones alternativas no tienen la capacidad de sostener siquiera las mínimas reformas que emprenden. Lo ocurrido en Buenos Aires con los cambios que introdujera Arslanián en el gobierno de Solá, o lo que pasa aquí en Santa Fe con las reformas policiales aprobadas durante el segundo gobierno de Obeid son buenos ejemplos al respecto. 

Como consecuencia de todo eso, para atender un legítimo y creciente reclamo social por seguridad (discutir sobre cifras, realidades o sensaciones en éste aspecto es una pérdida de tiempo) y a la inversa de lo que sucede con las fuerzas armadas, los Estados  invierten cada vez más dinero en sus fuerzas policiales; sin ideas claras sobre su uso, ni control político o social de los resultados.

Pensemos que el día anterior a que comenzara el conflicto en Córdoba que luego se generalizó a buena parte del país, las miradas de los argentinos sobre la policía oscilaban entre el rechazo que generan los casos sonados de corrupción y connivencia con el delito organizado, y la empatía con los reclamos de esa misma policía, para que se le "desaten las manos" para poder combatir con más eficacia al delito; mientras  es común ver en el espacio público protestando -a veces simultáneamente- a las víctimas de la inseguridad, con las del gatillo fácil.  

Democratizar las fuerzas de seguridad supone -entre otras cosas- reformar con sentido de subordinación al poder político los sistemas de ingreso a las mismas, la carrera y el perfil profesional de sus miembros, su organización territorial y su vinculación con la ciudadanía, el manejo de los recursos y la logística que se les destinan, el vínculo con el Poder Judicial como auxiliares de la justicia y la definición de las líneas generales de combate al delito; sin resquicios para una administración selectiva, que las termina convirtiendo en focos de negocios ilícitos, o simples disciplinadoras de la pobreza, la exclusión o el conflicto social. 

La idea de no utilizar a las fuerzas de seguridad para reprimir la protesta social está instalada como política de Estado en los últimos 10 años de nuestra democracia, y dista de gozar de aceptación y praxis generalizada en las policías provinciales.

El Acuerdo de Seguridad Democrática que suscribieron la mayoría de las fuerzas políticas representadas en el Congreso en diciembre del 2009 sería un buen punto de partida; pero en todo caso es imprescindible contar con una mirada democrática sobre el problema de la seguridad pública, que se refleje en el modo de vinculación de las autoridades civiles con las fuerzas policiales, que son un factor sin el cual ninguna política al respecto, se puede ejecutar.

De lo contrario se terminará homologando -por omisión- la idea instalada en muchos sectores de la sociedad de que una mayor seguridad ciudadana es incompatible con la plena vigencia del sistema constitucional, y los derechos y garantías que él reconoce. 

De allí que la democratización de las fuerzas de seguridad supone un desafío mayúsculo para nuestra continuidad democrática, sino más grave que el planteó en su momento subordinar al partido militar, seguramente más complejo; porque además deberá encararse en un contexto en el que el miedo y desconfianza de muchos ciudadanos comunes hacia quienes han sido armados por el Estado para protegerlos, son más profundos que nunca.

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